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No todo es frio. Ni son rostros manchados por el humo de las fábricas. Ni son hoces y martillos ondeando en la todopoderosa Rusia. Ha llovido mucho desde la caída de la antigua Unión de Repúblicas Soviéticas (URSS) y los tiempos han cambiado mucho. Ni a mejor ni a peor. Simplemente han cambiado.

 

Cuando uno piensa en la colosal Rusia, le viene a la cabeza  un maremágnum de culturas e imperios que luchaban por un mismo territorio. Y es que de siempre ha sido así. Ya fuera con los eslavos orientales que fundaron el primer estado ruso, el de Kievan Rus, o con los mongoles que hicieron todo lo posible por conseguir dicho territorio.

Y no es de extrañar que a uno le venga ese pensamiento en la cabeza cuando piensas que Rusia, más que un país, es un continente. Un continente que, de una manera u otra, ha conseguido unificarse bajo un mismo marco político. Pero dicha unificación costó, ni más ni menos, que ocho siglos de constantes luchas. Cuyo resultado fue la creación del gran Imperio Ruso, a mediados del siglo XVIII. Y como en todo imperio hay un emperador, en este caso, representado con la figura del Tzar. (De hecho, la palabra Tzar es la versión eslava de “caesar”).

 

Pero que esté unificado no significa unificación. Que sea homogéneo. Ni mucho menos. Ya a principios del siglo XIX, las diferencias sociales eran enormes. La gran mayoría de la población eran campesinos, que no tenían más opción que vivir en un régimen de servidumbre. Como siempre, la nobleza poseía todos los privilegios, buenas posiciones y cargos sociales. El Imperio Ruso no era más que otro claro ejemplo de autocracia.Como era de obviar, la población, cansada de tanta tiranía y desigualdad, se levantó en armas para luchar por sus derechos y conseguir la abdicación del Tzar. Esta era la respuesta a años de agonía y desigualdad. Y como resultado de estas acciones, el Imperio Ruso se convirtió en lo que a todo el mundo le viene a la cabeza cuando piensa en comunismo: la Unión de Repúblicas Soviéticas.

 

Siguiendo la línea comunista, en la Unión Soviética se hizo todo lo que se tenía en mano para seguir implementar esta ideología; para que todas las personas que vivieran en dicho territorio estuvieran en igualdad de derechos y condiciones. Y en gran medida se consiguió. Al menos, los ciudadanos de la URSS tenían garantizada la educación, la sanidad y un trabajo (algo utópico hoy en día). Pero, como en casi todos los países donde se estableció el comunismo, ya es agua pasada.

 

Como resultado, después de que en 1991 finalizara la URSS y pasara a convertirse en la Federación de Rusia, tenemos un país que ha ido creciendo vertiginosamente y tomando como modelo el capitalismo más feroz. Tan es así, que los dirigentes rusos no se han parado a pensar que han y están implantando un modelo sobre otro modelo (mucho más arraigado y establecido) totalmente antagónicos. Es como poner azúcar en una taza donde hubo sal: aparentemente será dulce, pero al final aparecerá ese sabor amargo, fruto de una mezcla de sabores incompatibles. Y lo salado no se ve. Pero que no se vea no significa que no esté. Lo mismo pasa con las miles de personas (mayoritariamente de núcleos rurales o pequeñas ciudades) que no han llegado a adaptarse a este nuevo modelo, tanto ideológica como prácticamente. Básicamente, porque han estado casi toda su vida bajo el comunismo, y por mucho que hayan pasado más de dos décadas desde que cayera la URSS, ahora se encuentran perdidos en esta marea de liberalismo, de interés propio por encima del común.

 

Y es gracioso pensar los acentuados contrastes que han emergido de este resultado. Y es con esta serie de fotografías con las que quiero hacer hincapié en dichas personas inadaptadas; en la comicidad de la síntesis de modelos económicos y, sobre todo, en los grandes contrastes que caracterizan la “gran Rusia” moderna.

© 2016 Copyright. Todos los derechos reservados: ÁLVARO IMBERT FOTOGRAFÍA
 
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