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29 de julio de 2008

“He comprado este cuaderno en un pueblo perdido de la mano de Dios, por el desierto del Negev (…) Ayer, día 28, fuimos a dormir a una casa con peligro de ser ocupada por colonos. Por eso, nos dirigimos al lugar para hacer todo lo posible para evitarlo”. Con estas palabras daba inicio al cuaderno de viaje que me compré cuando tenía catorce años, en el que iba escribiendo mi día a día por tierras de Oriente Medio. Esta página la escribí al día siguiente de lo que acabaría siendo mi primera y, espero que última, demolición.

 

En julio de 2008 fui a Israel por un mes, del cual dos semanas las pasé trabajando en el Summer Camp que había organizado la ONG donde trabajaba mi hermana, el Israeli Committee Against Housing Demolitions (ICAHD), con el objetivo de construir una casa para una familia palestina, la cual había sido demolida por el ejército israelí. El campamento estaba formado por integrantes mayoritariamente americanos y españoles, entre otras nacionalidades. Situado en la localidad de Anata, muy próxima a Jerusalén y rodeada por el muro de la vergüenza. Durante el campamento se realizaban diferentes actividades y acciones en Palestina, en las cuales los integrantes fuimos estrechando vínculos, hasta el punto que acabé siendo adoptado, en aquel entonces, por mi “padre andaluz”, José Benitez.

 

El 28 de julio, José y yo decidimos ir por nuestra cuenta. Aquella noche, en vez de quedarnos en el campamento, tomamos un taxi para ir a Jerusalén, a la casa de una familia palestina que vivía rodeada de colonos y que en cualquier momento podía ser desalojada. Una vez ahí nos reunimos con diferentes miembros del campamento, que también habían ido por su cuenta, y miembros del International Solidarity Movement (ISM), en el patio interior de la casa. La familia nos invita a té mientras conversamos sobre la situación de los colonos, quienes habían ocupado todas las casas del barrio, antes habitadas por palestinos. La única casa palestina que quedaba era en la que estábamos nosotros. Por este motivo, diferentes organizaciones acudían regularmente a la casa para dar apoyo y protección. La noche transcurría como cualquier otra noche de vigilancia, pero con una excepción. A cosa de la una de la madrugada un par de palestinos nos avisan de que, supuestamente, iba a haber una demolición en un barrio cercano. Nos informan de que no se trataba de una demolición cualquiera, ya que era un bloque de pisos lujosos en un barrio acomodado al este de Jerusalén. Todos los asistentes nos quedamos estupefactos, porque una demolición nunca se avisa previamente y porque esta ofensiva que usa el Gobierno israelí suele ocurrir en los núcleos más pobres, y no en un barrio de clase alta. Fuese un rumor verdadero o falso, los pocos que creímos en el chivatazo, entre ellos José, decidimos partir y nos metimos en un minibús que nos llevaría al barrio de Beit Hanina.

 

Después de más de veinte minutos -no los cinco que nos había afirmado el conductor- llegamos al lugar en cuestión. Al momento nos dimos cuenta de que, si la demolición ocurría, iba a ser una de las más importantes de la historia de Palestina. Se trataba de un edificio mandado a construir por Abu ‘Isha, formado por cuatro plantas, con diferentes viviendas en cada una. Al llegar a la casa de la planta baja nos dimos cuenta de que se trataba de una casa de categoría alta, con mobiliario lujoso y grandes espacios. Entre la cocina, el comedor y la sala de estar había más de 50 personas, mayoritariamente palestinos. Una vez situados, dejamos nuestras mochilas y el dueño de la planta baja nos acompaña a visitar y conocer a las familias de lo pisos superiores. Piso por piso, nos fueron presentando a las familias, quienes nos explicaban sus situaciones particulares. Un caso destacable fue el de Hiba al-‘Almi, una estudiante que vivía en uno de los pisos del edificio. Su padre compró una de las viviendas del edificio, y al día siguiente de mudarse, recibieron una orden de demolición provisional por parte del ayuntamiento de Jerusalén. El constructor del edificio no cumplió los permisos de construcción, por lo que finalmente acabaron recibiendo la orden de demolición definitiva. Cada familia tenía su propia historia, y en cada una de ellas había una injusticia, pero el tiempo se nos echaba encima y todavía quedaba mucha noche por delante.

 

Al acabar de visitar cada uno de los pisos, llegamos a la azotea, donde pudimos observar bien las calles de acceso al edificio y planear cuál sería la mejor manera de bloquear el paso del ejército y de la policía. Al mismo tiempo, un grupo de palestinos nos advirtió de que estaban dispuestos a atarse con cadenas a las bombonas de butano para intimidar al ejército en el momento del desalojo. Llegados a ese punto, el rumor parecía cada vez más cierto, pero aún quedaba mucha noche, y consigo, muchas horas de incertidumbre. Al volver a bajar a la planta principal, nos invitan a tomar té y aprovecho para llamar a mi hermana y explicarle todo lo que había pasado, puesto que no la había avisado pensando que tan sólo era un rumor. Ella me respondió afirmando que era muy probable que no se llevase a cabo ninguna demolición, porque en todos los años que llevaba trabajando en la ONG, nunca antes habían avisado con antelación.

 

Esa llamada fue, en gran medida, un sosiego para mí. Me ilusioné pensando que no se iba a llevar a cabo semejante injusticia y que las familias podrían seguir disfrutando durante más tiempo de la vivienda que tanto les había costado conseguir. Con ese sabor dulce, mezclado con el del té con menta, me quedé dormido en el hombro de José en un sofá del comedor, con la certeza de que al final todo iba a ser una falsa alarma. Pero a las 3.30am, un “¡jala-jala!” me despierta entre todo un maremagnum de palestinos e internacionales moviéndose de lado a lado por la casa. Un vecino del barrio advirtió de que la policía estaba llegando a la casa. Al final estábamos en lo cierto: el rumor se había hecho realidad.

 

Todavía medio dormido, cogí la mochila y me puse en marcha. Entre tanto escándalo, perdí a José, por lo que tuve que ingeniármelas para saber qué hacer. Y lo que creí más conveniente era copiar lo que los demás hacían. Así que me dirigí con diferentes palestinos a ayudarles a bloquear los puntos de acceso. Al salir fuera de la casa, vi que ya habían bloqueado con coches el callejón y que todas las ventanas de la casa estaban cerradas. Por lo que fuimos a mover contenedores y tumbarlos frente a la entrada al callejón. Teníamos que hacer todo lo posible para evitar, o al menos dificultar, el paso del bulldozer que demolería el edificio. Finalmente, entre contenedores, palés y coches en zig-zag, fuimos agrupándonos en la terraza de la vivienda de la planta baja que daba con el callejón. Mientras tanto, volví a llamar a mi hermana para explicarle la situación y decirle que al final sí que era cierto. No sé exactamente cuántos minutos fueron, pero se nos hicieron eternos. Parecía que no iban a llegar nunca, hasta que finalmente vimos aparecer un furgón policial en la vía principal al final del callejón. No le dio tiempo ni a frenar cuando todos nos apretujamos y encerramos en el interior de la sala de estar. Los palestinos bloquearon la entrada principal y cerraron completamente la ventana que daba a la terraza. Cada uno nos colocamos en una parte de la sala, en mi caso, detrás del sofá. Saqué mi cámara de la mochila, con tantos nervios que no pude programarla. Llegados a ese punto sólo quedaba esperar. Si los minutos en la terraza ya fueron jodidos, los que pasamos en el interior de la sala de estar fueron infinitos.

 

El tiempo parecía no avanzar, cuando de golpe escuchamos un gran estruendo procedente del recibidor. Habían tirado la puerta abajo y estaban a punto de entrar en la sala. No sabía qué iba a pasar, ni cómo actuarían los soldados. Fue el minuto más largo de mi vida. Volví a echar un vistazo a mi alrededor pero no vi a nadie conocido. Cuando giré la vista de nuevo, vi como la punta de un M-16 abría poco a poco la puerta del salón y junto a ella, un grupo de soldados, con pasamontañas, lanzagranadas y perros que irrumpieron violentamente en el interior.

 

Poco a poco fueron sacando a la fuerza a las primeras personas que veían. Mientras tanto, yo iba disparando fotos como podía, porque entre la gente y los nervios, parecía imposible. Pasados unos minutos, tres soldados, acompañados de un perro, se acercaron hacía donde estaba situado con el resto de personas. En aquel instante, recordé lo que habíamos hablado al inicio de la noche, de tratar de resistir al máximo posible. Entonces, en el momento en que me iba a sentar, para tratar de dificultar que me sacaran de ahí, se me abalanzó el perro y me caí al suelo. Sin previo aviso, uno de los soldados me pisó el pie, haciéndome perder un zapato, mientras otros me arrastraban a la fuerza hacia el recibidor de la casa. De golpe, me vi en suelo rodeado de militares dándome patadas en lo que yo trataba de proteger mi cámara. Y entre patada y patada, finalmente llegué al exterior de la casa.

 

El callejón estaba repleto de policía, soldados y personas ya desalojadas. Dentro se oían gritos por la explosión de una granada sonora. Todos teníamos que salir a la fuerza, por un callejón con coches y a rebosar de personas, donde a duras penas podías pasar. Todo esto acompañado de empujones e incluso puñetazos. Al llegar a la calle principal me di cuenta de la intensidad de las circunstancias: furgones, soldados,  policías en caballo, un helicóptero… No acababa de entender nada. Pese a ello, lo único que tratábamos era de volver a la casa, pero cada vez que lo intentábamos, nos golpeaban. Nos hicieron retroceder hasta la barrera militar que habían formado. Una vez pasado era imposible volver a entrar. Nunca olvidaré el puñetazo que le dio un soldado a una activista en la cara, tirándola al suelo, por haber intentado pasar la barrera militar. Ya no podíamos hacer nada.

 

Empezaba a amanecer y a la causa se iban añadiendo vecinos del barrio. Juntábamos nuestros esfuerzos para tratar de hacer entrar en razón, pero era inútil. Lo único que los inquilinos del edificio querían, básicamente, era poder coger algunas de sus cosas de valor. Pero los esfuerzos eran en vano. De ninguna de las maneras se podía entrar. Lo único que nos quedaba era reprocharles su actitud, entre insulto e insulto, y manifestarnos frente a ellos. Pero la actitud de los soldados permanecía impasible y nuestras ilusiones de conseguir algo se desvanecían. Finalmente, a las 9am llegaron diferentes miembros de nuestra ONG que no habían venido y también mi hermana. Ni con los miembros principales de ICAHD pudimos conseguir nada. Derrotados, cogimos un minibús para llevarnos de vuelta al campamento. Una sensación de impotencia nos acompañó durante todo el trayecto. Una impotencia nada comparable a las palabras de Hiba al-‘Almi, mientras veía como ocurría la demolición: “Todo el edificio se derrumbó y mi vida fue enterrada con él. Todos mis recuerdos y fotos de la familia fueron soterradas por las ruinas. Lloré y sentí que me habían arrancado parte de mí y que ahora no tenía nada. Desde entonces, hemos estado viviendo con mi tía”.

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